Ya en los años setenta el historiador de arte Ernst Gombrich advertía sobre una crisis de las humanidades. Para Gombrich, tal crisis tenía su causa en la distorsión del propósito tradicional de las universidades —el “cultivo del conocimiento”, según él— y, en consecuencia, en la existencia de un lugar de acción cada vez más estrecho e incómodo para las humanidades, que han estado ligadas a las instituciones educativas desde sus orígenes. Gombrich llamaba “ídolos” a los propósitos elevados que provienen de la ciencia, los negocios, las ingenierías, y las propias humanidades, y que suponen unos ideales que todas las facultades, sin importar sus campos de estudio, deben lograr en la universidad contemporánea. Los ídolos constituyen un sistema homogeneizador de las formas de producir conocimiento, y, desde el punto de vista de Gombrich, van en contra de los propios principios de las artes y las humanidades, que no tienen los intereses productivos de la lógica capitalista. En consecuencia, la mera existencia de las humanidades queda en riesgo, pues poco a poco son menospreciadas y disminuidas.
El ídolo quantitatis es el credo del inductivismo, es decir, la idea de que todo el conocimiento se puede adquirir a través de datos experimentales o recolectados. Para Gombrich, las humanidades, que muchas veces trabajan con datos incompletos, no son esencialmente inductivas, sino interpretativas. El ídolo novitatis es la idea de que la investigación siempre debe producir novedad; para Gombrich, por el contrario, las humanidades se fijan más que todo en el pasado, en su apreciación y entendimiento, en la ponderación calmada y atenta de la cultura humana. El ídolo temporis es la idea de que existen reglas fijas para llevar con éxito cualquier investigación académica, y tiene que ver con la estandarización de los métodos de investigación universitaria. Finalmente, el ídolo academica es la idea de que el conocimiento debe dividirse en disciplinas especializadas que solo se centran y perfeccionan dominios particulares; para Gombrich, el humanista no debería disciplinarse —ni siquiera transdisciplinarse— pues su investigación abarca muchos dominios interconectados y muchos niveles de experticia.
Como consecuencia de este cambio en los intereses y los estándares universitarios, los humanistas poco a poco se adaptan y se acomodan a los ídolos, y terminan por aceptar las reglas de juego, pero cada vez les queda un lugar más estrecho, cada vez se convierten más en un vestigio, en una cosa que no hace lo que hacía antes ni hace bien lo nuevo.
Con tal panorama, las humanidades digitales se presentan tanto como un lugar que acrecienta la crisis como uno que la alivia. Por una parte, les dan a las humanidades un aparente carácter más serio y formalizado en el sentido en el que opera con reglas deductivas computacionales—propio del ídolo quantitatis—, aunque, tomadas a la ligera, sacrifican la granularidad interpretativa y la búsqueda conjetural, y se aproximan al propósito positivista de la adquisición de nuevo conocimiento, así sea del pasado; es decir, al ídolo novitatis. Es esto justamente lo que ha hecho atractivas a las humanidades digitales en las universidades como justificación de actualización. Sin embargo, por otra parte, las humanidades digitales rompen con el ídolo temporis, pues ofrecen un abanico experimental de nuevas formas de investigación y creación que no se limitan a las búsquedas tradicionales de las humanidades y las ciencias. Tanto es así que parte de las discusiones presentes sobre las humanidades digitales tratan acerca de la manera como en la academia deben ser evaluadas sus producciones, ricas en nuevos medios y formas de producción que no se limitan a los libros, artículos y conferencias. Las humanidades digitales, además, son en esencia no solo interdisciplinares, sino incluso no-disciplinares, indisciplinadas, si se quiere, pues requieren de un sentido de la curiosidad y la exploración que se ve limitada por las experticias particulares y ultraespecíficas, y, por supuesto, por los límites disciplinares institucionales.
Es en este sentido que Richard Papson afirma que la figura del humanista digital introduce un nuevo rol en las humanidades —en el sentido simultáneamente positivo y negativo mencionado antes—. Además del tradicional “académico” que juega las reglas de la facultad y se dedica juiciosamente a estudiar y cultivar un conocimiento acerca de lo humano, y del “intelectual”, que por su parte cuestiona e incomoda las bases del establecimiento académico y la propia modernidad, está el “bricolér”, que ágilmente toma prestado de cualquier disciplina para ensamblar proyectos que se mueven con rapidez. El bricolér experimenta e iterativamente modifica su curso.
Tanto desde los roles académicos e intelectuales como desde el bricolaje, las humanidades digitales son una parte muy valiosa de las humanidades en la crisis de la que hablamos, y eso debe reconocerse y promoverse. Pues solo a través de la apropiación crítica y a consciencia de la tecnología pueden defenderse los lugares particulares de las humanidades y los aportes que pueden ofrecer al resto de las formas de conocimiento. Es decir, solo a través de la experimentación y del conocimiento particular de lo que esperan los ídolos, con el fin de transformarlos, pueden las humanidades confeccionar un traje que no le quede prestado. Un bricolér ágilmente hace pruebas, descubre lo que le beneficia particularmente y cambia las medidas. Esto lo podemos ver como una movida de Yudo que propician las humanidades digitales: se aprovecha la fuerza que obligan los ídolos quantitatis y novitatis —y las oportunidades positivas de investigación que ofrecen—, y se mezcla con la puerta de entrada refrescante y experimental que ofrecen los nuevos medios, la creatividad computacional, y en general el pensamiento digital. Tal vez, el traje de Yudo es el traje apropiado.
Por Sergio Rodríguez Gómez / sergio_rodriguezg@javeriana.edu.co